Miércoles, 1 de Mayo de 2024
José Hierro: la figura del poeta.
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Cuaderno de Nueva York (ilustrado)

Cuaderno de Nueva York (ilustrado)

José Hierro
Nórdica Libros
2018

ISBN: 978-84-17281-19-9

Cuaderno de Nueva York (ilustrado)

Desasosiegos rítmicos en la Nueva York íntima de José Hierro

por Vicente Luis Mora (posfacio de Cuaderno de Nueva York). 

No eres ciudad todavía
José Hierro, Prehistoria literaria (1936-1944)

desasosegadora Nueva York
José Hierro, Libro de las alucinaciones (1964)

He comenzado unos poemas sobre Nueva York. Ya
sé que es un tópico, pero a mí me da igual. Yo no
tengo problemas en los temas si realmente me
dicen algo.

José Hierro a Manuel Llorente,
El Mundo, 24/01/1993

Son extrañas las razones por las que un libro de poesía alcanza un éxito fulgurante. En el caso de Cuaderno de Nueva York esa circunstancia es motivo de gozo porque, amén de sus méritos propios, el último libro orgánico de José Hierro tiene la especial virtud de constituirse como un aleph de toda su obra poética, lo que puede invitar a los lectores a recorrerla retrospectivamente.

Aunque no es objeto de estas líneas hablar del “fenómeno” en que llegó a convertirse el libro de Hierro, que un poemario devenga acontecimiento es algo tan poco frecuente que conviene celebrarlo, sobre todo si la obra en cuestión no ha sido escrita para ser un éxito, sino para enmarcarse en un proyecto poético serio, profundo y rigurosamente desarrollado durante cinco décadas. Cuaderno de Nueva York (Cuaderno en adelante), por diversas razones, fue “el mayor éxito de la poesía española en los últimos años” (Pedro J. de la Peña), y los datos de circulación efectiva de su edición en Hiperión superan los 35.000 ejemplares vendidos, un número estratosférico dentro de la lírica patria —hay otros libros de versos con números similares de ventas, pero no los situaríamos dentro de la misma consideración o “liga” poética—. A ese éxito contribuyeron diversos factores: que se le concediese a Hierro el Premio Cervantes ese mismo año de 1998, tras una trayectoria jalonada por reconocimientos como el Premio Príncipe de Asturias (1981) o el Premio Nacional de las Letras (1990); que el Cuaderno se alzase, además, con los premios Nacional de Poesía y de la Crítica en 1999; que su aparición fuera saludada entusiásticamente por críticos y personas relevantes de la cultura y el periodismo (Francisco Umbral le dedica un artículo donde habla de “obra genial”, El Mundo, 13/04/1998); la difusión de algunas anécdotas biográficas del autor; la cobertura televisiva; la gran personalidad de Hierro, evidenciada en las entrevistas (detalle apuntado por Jesús Munárriz, su editor) y, por último, el propio efecto “bola de nieve” que asiste a todo fenómeno inesperado de ventas, que se retroalimenta exponencialmente. Y además, claro está, el Cuaderno es un magnífico libro de poemas, pero ese hecho, por desgracia, no suele conllevar grandes ventas —al menos en el planeta Tierra—.

Fuesen cuales fuesen las causas de este éxito, lo esencial es que su eco pudiera animar a sus lectores —así lo deseo— a leer otros libros de Hierro, o alguna de las antologías sobre su obra editadas por Gonzalo Corona Marzol, José Olivio Jiménez, Aurora de Albornoz o Antonio Sánchez Zamarreño, entre otros que se citarán. Y la labor antologadora es sólo parte de un extenso mapa de recepción y acogida. La influencia del Cuaderno ha sido más grande de lo que parece, y su eco es perceptible en uno de los sectores clave para apreciar la supervivencia de un vate: los poetas jóvenes. Carlos Alcorta apunta un hecho significativo: que, en el año 2013, “una serie de poetas consultados por la revista Quimera hayan elegido Cuaderno de Nueva York como una de las obras más influyentes poéticamente en el periodo que abarca desde el año 1977 hasta nuestros días”. Podemos recordar la edición de Tacha Romero y Julieta Valero de Hierro ilustrado (Nórdica, 2012), o los testimonios de poetas de todas las edades en el número especial que le dedicó en 2013 la revista Nayagua, o esta terminante mención de un valioso poeta joven, José Luis Rey: “El poeta de cráneo prusiano, el gran cosaco de la poesía de posguerra española, nos dejó dos grandes libros: Libro de las alucinaciones y Cuaderno de Nueva York. Solo por ellos debe ser considerado como uno de los grandes de todo el siglo XX” (Los eruditos tienen miedo, 2015). 

Los lectores que se asomen a la obra de Hierro tras leer el Cuaderno descubrirán que éste retoma líneas, tonos y temas ya presentes en sus otros libros: la propia ciudad de Nueva York, los compositores y la música, el desengaño barroco, los juegos entre alta y baja cultura (“Beethoven ante el televisor” dialoga, a través de los años, con el “Yepes cocktail” de Libro de las alucinaciones), los ecos de la tradición poética española (Manrique, Lope, Machado, Lorca), los espejos, la situación del trasterrado (recordemos el impresionante “Réquiem” de Cuanto sé de mí), la puntual aparición de guiños metaliterarios (estudiados por Marta B. Ferrari), los espectros de la infancia, las aguas salvíficas como trasunto de plenitud o alegría[1], etcétera. También hace un recorrido por las formas métricas, del soneto al poema largo en verso libre, que el autor practicó desde sus principios. Y, en consecuencia, y en tanto la obra de Hierro “ha atravesado casi todas las corrientes importantes de la poesía del siglo XX” (Gonzalo Corona), sería factible montar a partir del Cuaderno un curso general sobre poesía española contemporánea. No hay apenas línea estética, elección tonal, técnica de elocución, adscripción culturalista, realista, irracional, esteticista o comprometida que no pueda encontrar un verso de apoyo en él.

El Cuaderno de Hierro, “brillante culminación de su trayectoria” (Luis García Jambrina), es un libro de enorme cuidado formal y arquitectónico. Sus tres partes, antecedidas por un prólogo[2] que hace las veces de poética (estructura que rige los libros del autor desde el Libro de las alucinaciones, como recuerda Joaquín Benito de Lucas), alternan los versos libres y versículos con las formas en arte menor de “Pecios de sombra”, la parte central. Esta articulación no es baladí en un autor obsesionado —literalmente— por el ritmo del verso (véase el poema “A contratiempo”). Quien tuvo la oportunidad de escuchar a Hierro leer sus versos en público recordará su manera de recitar, marcando el compás con la mano derecha, como si dirigiera una orquesta invisible, y en cierta forma lo hacía, pues la poesía no sólo se hace con palabras, sino también con ideas —como recordaba el propio Hierro, completando a Mallarmé— y asimismo con sonidos y ritmos, de modo que estos textos pueden ser entendidos como movimientos orquestales. “La tarea persuasiva de la poesía corresponde al ritmo”, dice Hierro en una poética inédita recuperada en el citado n.º 18 de Nayagua, y añade: “El ritmo hace claro para la sensibilidad lo que puede resultar oscuro para la razón. El sonido potencia las posibilidades del sentido”. Además, está ligado a circunstancias biográficas; durante una época en que Hierro trabajaba en una fábrica, hacía sonetos mentalmente, porque la rima facilita la memorización (“en aquel rincón oscurísimo de la forja brotaba la verdadera luz, el verdadero son”, anota Vicente Aleixandre sobre Hierro en Los encuentros). Sus diálogos con la tradición, en estas coordenadas, van más allá de lo puramente semántico: si en el Cuaderno los epígrafes o la “Oración en Columbia University” son homenajes temáticos a Lope, Machado y Lorca, no lo son menos los heptasílabos y octosílabos magistralmente utilizados, pues el oído de Hierro para la versificación ha sido ponderado por Luis Alberto de Cuenca o Antonio Carvajal. Si hay homenajes nominales a sus antecesores, también los hay formales. Para Hierro, la poesía es un todo, un complejo donde lo verbal, lo sónico, lo formal, lo semántico y lo estrófico responden a una cosmovisión personal que va mutando, reforzándose y reformulándose en cada libro, sin dejar de tener un aire de familia.

Entre los méritos del Cuaderno se cuenta también el de huir del exotismo ante lo neoyorkino, que es una forma recurrente del provincianismo cultural español, según denunciase alguna vez con tino el poeta y editor Sergio Gaspar. Lejos de usar Nueva York como mito, o como metrópoli idealizada, para Hierro es una ciudad examinada a partir de la vivencia: “El poeta vive en la ciudad. Y lo más interesante de esta afirmación no es la ciudad sino vive”, apunta Julio Neira. Sus numerosas estancias en ella, bajo el amparo de José Olivio Jiménez y Dionisio Cañas, le permitieron conocer a fondo el lado cotidiano de la urbe y pergeñar retratos a pie de calle como “Apunte de paisaje”, tan hermoso como alejado de cualquier idealismo. Si Hierro, para José-Carlos Mainer, podría incluirse en la “poesía desarraigada” de la posguerra, no menos podría considerarse como el poeta del desarraigo simbólico en la East Coast, ya desde Cuanto sé de mí. Su mirada en y desde las aceras no deja de ser oscura, capaz de detectar y trascribir la ausencia de raíz, la indiferencia hacia el recién llegado, el dolor de lo perdido en otra parte (“confieso que detesto la torre de marfil”, dijo Hierro, según cita Juan José Lanz). Ponerse en la piel del otro hace al Cuaderno un libro especialmente solidario y compasivo, según Julia Uceda y Rosa Navarro. Quizá por ello sitúa en la urbe a compositores, artistas e incluso personajes como Lear, sacándolos de sus tiempos y contextos y dándoles voz en el gigantesco escenario neoyorkino, trasunto del “Gran Teatro del Mundo”. Mundial e íntimo a la vez, gracias a la humanidad característica de la voz de Hierro.

La poesía de Hierro se caracteriza por una tensión, acendrada en libros como el Cuaderno o Libro de las alucinaciones, entre intuición y trabajo. En la línea de Carlos Barral, para quien “el poeta ignora el contenido lírico del poema hasta que el poema existe” (en revista Laye, 1953), o de Valente, que expresó una opinión parecida en Las palabras de la tribu, Hierro definió su visión en su discurso al recibir el premio Cervantes: “El —para mí— proceso poético, consiste en objetivar, racionalizar, lo que en principio se manifiesta de manera vaga, musical […] el poeta, al comenzar un poema, no sabe cuál será su desarrollo y su fin. No se sabe el poema. Descubrirá lo que quería decir cuando lo haya terminado”. La inteligencia, pues, opera sobre material germinado en la inconsciencia. El movimiento entre lo real/realista y lo irreal/irracional adquiere de este modo varias posibilidades en Hierro. Una de ellas es centrarse en un detalle verídico, hasta desvelar su imaginario de inverosimilitud (“Esto, tan real y tan absurdo, / sucedió, pero sigue sucediendo. / Y no sé lo que significa”, Agenda, 1991). Una segunda línea equipara ambas dimensiones (“la nave fantasmal —pero real— navega / sobre el amor”, “Adagio para Franz Schubert”). Otra, señalada por Alberto Santamaría, es la “anacronía como alucinación”[3], la disparidad de tiempos amalgamados (“Soy un viajero que ha llegado / de otro nivel del tiempo / pero no sé si pasado o si futuro”, “Alma Mahler hotel”). La cuarta sería la desubicación (cf. “El laúd”, V). La quinta, que brinda a Hierro alguno de sus mejores frutos, como la “Oración en Columbia University”, consiste en narrar de modo realista una escena onírica, de corte alucinatorio. El resultado, como en ese padre que desciende de la rama del olivo donde se había ahorcado y comienza a hablar, es simplemente estremecedor.

Este lugar de Hierro ubicado en el entre, entre lo real y lo irreal, entre lo racional y lo irracional, entre Espadaña y Garcilaso (según Santos Sanz Villanueva), “ entre el reportaje y la alucinación (como explicita Hierro en un prólogo), “entre una y otra orilla” (Quinta del 42), entre lo demostrativo y lo simbólico, entre la historia y la autobiografía (Gonzalo Corona), entre la belleza y el compromiso, “entre temporalidad y tiempo” (José Olivio Jiménez), “entre lo sucedido y lo por suceder, / llama entre la madera y la ceniza”, o “entre dos llamas, entre dos nuncas” (Cuaderno), es un lugar natural en alguien que comprendió que el pensamiento sucede en esa grieta intersticial. “Hay que inquietarse por el entre y sólo por él”, escribe Georges Didi-Huberman (Lo que vemos, lo que nos mira), y José Hierro entendió tempranamente la pertinencia de ese desiderátum. Porque lo que somos está entrenizado justo en ese exacto lugar donde las cosas están y no están, al mismo tiempo, porque no se sabe si son ya una o la otra, o porque la esencia de cualquier todo es, precisamente, entender su parte de nada.

Animado por esa última palabra, como conclusión me gustaría aludir al soneto final del libro, “Vida”, una pieza ya célebre. Como en otros casos, hay poemas anteriores de Hierro que anuncian el contrapunto barroco (apuntado tempranamente como elemento medular en Hierro por Aurora de Albornoz) de “Vida” sobre el que se sostiene la composición. Así, en Alegría (1947), leemos: “Nada en orden, todo roto, / a punto de ya no ser”. El diálogo entre las palabras nada y todo, con clara preponderancia de la primera, resume a la perfección la almendra algo nihilista y desasosegante de Cuaderno de Nueva York. Para entender la valiente elección formal de Hierro al construir este poema, partamos de este robaiyat de Omar Jayyam:

Mucho has visto del mundo y cuanto has visto es nada;
cuanto has dicho y oído en él, también es nada;
corriste hasta el confín del horizonte: nada;
furtivo te escondiste en casa: también nada.

En esa pieza, que recuerda a la cuaderna vía española, Jayyam utiliza un recurso que aparenta pobreza de expresión y que, en realidad, es lo contrario: la repetición incansable de la partícula nada no es reduplicativa, sino intensificadora. El mecanismo es similar al que utiliza Reinaldo Arenas en su soneto “Jamás podré explicarme que la muerte”, cuyas catorce rimas son idénticas: “Jamás podré explicarme que la muerte / siendo como es, sencillamente muerte, / transfiera esa sensación de ver la muerte / como un río que nos lleva hacia otra muerte”. La técnica es tan arriesgada como asombrosa. La intención de Hierro es la misma: como una especie de mantra, queda latiendo en el lector la imagen de la nada, y del “todo para nada” con el cual se cierran, finalmente, poema y libro. Persistencia en la memoria. Percusión para la persistencia. El ritmo, de nuevo, como productor de sentido. Un poema magistral, en resumen, para cerrar por todo lo alto una obra poética extraordinaria.



[1] Compárense “Olas” de Tierra sin nosotros (1947), el “Madrigal” de Cuanto sé de mí (1957), con versos del Cuaderno como “Bendito sea Dios que inventó el agua, / el agua sobre todo”.

[2] Poema de comienzo que a ratos tiene una extraña afinidad, o eso me parece ver, con el poema “Generación” de Tierra sin nosotros (1947).

[3] Joaquín Benito de Lucas recoge una entrevista de Juan José Lanz a Hierro publicada en Urogallo (n.º 57, 1991), donde el poeta declara: “Hay muchas veces, en el poema, una confusión de tiempos en la que no se sabe si lo que estoy diciendo está ocurriendo al mismo tiempo que escribo, si ha ocurrido en el pasado o si ha ocurrido en el futuro, puesto que el tiempo no existe”. En “Noviembre” (Quinta del 42, 1952), Hierro escribe: “Todo está fuera del tiempo”.

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