Nunca estuve tan alta |
Reseña de Laura Casielles para Nayagua 28
¿Cómo se cuenta la historia de una vida? Cuando se intenta hacerla encajar, el resultado es siempre una ficción. Un intento que, al elegir qué cuenta, falsea conexiones y consecuencias en un empeño de sentido. Sin embargo, en la vivencia misma hay huellas que van quedando y, vistas con perspectiva, trazan una línea que –tal vez por no haberlo buscado– sí toca lo que late. Las editoras de Nunca estuve tan alta, reciente antología de la obra de Juana Castro (Villanueva de Córdoba, 1945) son, quizá, sobre todo rastreadoras de esas huellas. Su búsqueda entre sus poemas es la de ese fino hilo que atraviesa una vida y es capaz de contarla. Siguiendo el rastro, consiguen el prodigio de condensar en una selección de solo treinta y cuatro poemas una trayectoria de cuarenta años y quince libros.
Como cuentas engarzadas en ese hilo se suceden, apunta en el prólogo Carmen Oliart, «instantes de vida de generaciones de mujeres». La vivencia personal, encarnada en palabras de precisión y hondura, se confunde con lo compartido, con lo reconocible por todas: «la mano el libro el chocolate / el cuerpo / el cuerpo las estrellas el bosque / las palabras el cuerpo / la película el vino la carne / del melón rajando mi garganta / relámpagos el zumo la sandía / no se hace eso no se hace / las siestas y las sábanas».
En un trazado que puede leerse como cronológico, la voz poética es la de una mujer que va creciendo, un recorrido marcado por hitos como marcas en el camino de una historia personal. Mira desde hoy, transcurrido el «tiempo feroz» que da nitidez a lo vivido, y busca una luz que permita entender: «Baja la loba al llano, y muerde las ventanas. / No con dientes las muerde, sino con sus pupilas / agrandadas y hambrientas». «El espejo, la noche y esa hierba / que le crece voraz en la mirada / le dicen que ha vivido.» Cada poema responde a un descubrimiento en el que se alternan «la dulzura de los frutos y la crudeza de los usos y costumbres».
De algún modo, en el hilado, todo lo que va a pasar venía prefigurado por algo que pasó antes. Así, en la niña que se entregaba al «pecado y la siesta» en las tardes de verano en las que «presentía / su misterio la carne. Oteaban / los ojos el amor y el deseo» mientras el murmullo de fuera y la claridad colándose entre las contraventanas para dibujar un paisaje onírico en el que «solo su cuerpo existe», está ya la mujer que sabrá un día que una y otra vez es necesario construirse de nuevo: «con un ala perdida junto al cielo / y la llave morada de los labios, estaré, / torpe y triste, otra vez aprendiendo». En las jóvenes que en el pueblo «cambiaron / la hora de su brújula / por el final feliz de los cuentos de hadas» estará ya el desenlace de ese «amor de amoratarse amor que es amoldar / y amancillar. / Amor de amenazar amor de amurallar / amor de amartillar / y de amasijo». En el parto –«me agarré a los barrotes de acero de la cama / y embestí, como pude, aquella tempestad / de la que era yo misma capitán y jadeo»–, ya la muerte del hijo –«desde el silencio / me silba tu dolor, como si fuera un látigo»–. Igual que en la «vergüenza / de viajar en el carro», traqueteo de pobreza, está ya el modo en que al final la mirada se abre a las estrellas: «por los malos caminos, / recogían mis ojos / el silencio y la gloria».
(Reseña completa en Nayagua 28.)