No estábamos allí |
por Pilar Martín Gila (Nayagua 25).
El presente poemario de Jordi Doce, No estábamos allí, editado recientemente en Pre-Textos, ha sido recibido como una obra que se hace esperar largo tiempo a pesar de que no se puede decir que su autor haya estado en silencio estos últimos años. Por ello, cabe indagar sobre qué clase de espera es a la que nos estaremos refiriendo. Quizá aquí se pueda hablar de un periodo que marca no tanto el tiempo transcurrido antes del libro sino el plazo que ha tenido que cumplirse para que surja este libro, entendiendo por «plazo» ese periodo lleno, cargado de contenido. Hay que pensar, creo yo, en un tiempo interior, de dentro de la escritura. Es en la lectura de estos poemas, más que en la aparición del libro, cuando se percibe el precipitado de una etapa; es decir, de alguna forma se advierte que aquí ha tenido que haber una parada que el mismo libro requería. Estaríamos, sí, ante algo que se refiere al tiempo (y como todo el mundo sabe, la espera no deja de ser un acicate del deseo): una detención, una pausa, y sin embargo, de forma muy especial, va a ser determinado, va a quedar fijado en el espacio, el mundo que está ante la vista, que recorta la mirada conformando al que mira por lo que es mirado. Estamos en la demarcación de la conciencia. En este sentido, yo diría que este libro recuerda en cierta manera a aquello que Francesco Petrarca decía en la carta en la que describió su ascenso al monte Ventoux: «Entonces, una vez que me hube saciado con la contemplación de la montaña, dirigí la mirada hacia el interior de mí mismo». Se trata aquí de la intensificación de la conciencia. A esto se refería Jean Gebser cuando señalaba esta carta del poeta florentino como el momento del descubrimiento del paisaje, momento en el que se manifiesta la conciencia del lugar que ocupa el ser humano. «Íbamos de camino a otra ciudad, / otra vida, / bajo un cielo cambiante que se movía con nosotros.»
El espacio puede ser algo inmanente. Eso es lo que, me parece, se va a poner en juego aquí, el camino con sus funciones de mediador y a la vez 149 constructor, desvela al tiempo que compone la mirada, como juego y como detonante del pensamiento. No estábamos allí parece explorar ese lugar preciso por el que se asume el pensamiento necesariamente como desorientación, pensar es deambular desconcertado. Y esto es algo que ya conforma la escritura de Jordi Doce desde hace tiempo: el camino, pero un camino que no necesita hacerse presente o presenciarse, que puede estar de algún modo siempre ahí atravesando todo, pase lo que pase. «Un fuego me quemó por dentro y no hubo tregua. / Tierras sin nadie, nubes errantes, algún árbol. / Seguí viaje hacia la frontera de mí mismo.»
La conciencia viene del paisaje que uno ha visto y ha recorrido, avanzando entre los fragmentos que se han ido prendiendo a la atención, pero también la conciencia va, regresa al paisaje. El espacio no se construye como algo total, absoluto, a través de la vieja vinculación universal de la tierra, sino que, al delimitarlo la vista, al recorrerlo en el paseo, es un fragmento de mundo creado por el propio sujeto.
Y si ha sido necesario hacer una pausa, una parada en el tiempo, del mismo modo ha habido que ausentarse del lugar, mejor dicho, señalar nuestra ausencia. No estar, no ver o, como dice Eloy Tizón, que no nos vean, desaparecer, sustraernos, quizá, aunque parezca paradójico (en efecto, lo es), para intensificar la presencia. O tal vez, aquí se dé ese cruce en el que la posibilidad de dar cuenta de algo pasa por no haberlo visto, no haberlo reducido con la presencia, con el presente. Para construir un relato es necesario mirar atrás, sí, pero desde un futuro (eso es la ausencia) que pueda poner lo que tal vez nunca haya.
En No estábamos allí hay intención de abrir eso que entendemos por identidad y apuntar, por tanto, no solo al yo sino a la pregunta por el nosotros, pasando así a otra construcción de la conciencia en la que el sujeto puede quedar subsumido. Ese sujeto, siempre desplazado en la modernidad, se busca ahora entre los otros, entre algo más grande que él mismo y que, en alguna forma, le haga perdurar. El yo se desborda en los otros, supera la raquítica manifestación del «yo estuve allí», presencia inmediata, directa y testimonial, hacia la memoria, no tanto como sobrecarga del pasado sino como experiencia de lo que se comparte, de la dispersa red de la historia. Más que testigos, es el tiempo mismo el que habla, como diría Auden: «El tiempo dirá tan solo: “ya te dije”». Pero si no hay testigos quizá sea porque no hay nada que contar de un mundo que se está vaciando. «Nada ocurrió que pueda recordarse, / ninguno de nosotros se dio cuenta / cuando el mundo se convirtió en el mundo.» Un mundo que no da noticia, que tampoco ofrece un destinatario y que ni siquiera puede esperar al 150 mensajero: «cartas en blanco para mi padre muerto. / Y el cartero, con las primeras luces / descansaba en un banco de la esquina / para calmar su sed / en la niebla insistente / que mordía sus pasos». Entonces, bien podríamos decir que si el espacio es el lugar de la conciencia, el espacio moderno se ve como extensión, diría Michel Foucault, no como localización. Es posible decir que en este poemario prevalece un tipo de espacio que es puro camino, es pasaje, estamos en tránsito, y están recorridas ya todas las direcciones y han pasado ya todas las cosas. Quizá, entonces, la impresión de ausencia, de no estar, surge de ese nosotros donde uno se refleja, ver a los demás como reflejo de uno mismo, como en el espejo, y seguir con Foucault, lugar por excelencia donde podemos vernos en un espacio que no existe, donde certificamos nuestra ausencia. «[…] este mínimo delta de formas dispersas que nos permite, una vez más, recordar cómo es el mundo cuando no estamos en él.»
Certificamos nuestra ausencia, así es, no estamos porque nos hemos perdido, pero seguimos formando parte de una historia, de un tiempo, a condición de que seamos un nosotros, que es la forma en la que hemos aprendido a acumular el tiempo. Buscamos estar, así, en algo mayor que uno mismo, sumamos nuestros actos, amontonamos el tiempo en libros o conmemoraciones para perpetuarnos. Toda esta inquietud es propia de nuestra modernidad, y quizá en este sentido podemos leer poemas como el que lleva por título «Piedra» (dedicado a Edmundo Garrido), cuyo motivo, además, se inscribe conscientemente en una larga tradición poética a la que pertenecer.
El libro se cierra con una muy sugerente última parte: «Monósticos». En ella palpita la pregunta «¿Sabes por fin de lo que hablas?», que al final del poemario, si tenemos en cuenta que ya está casi todo dicho, cobra una fuerza, en cierto aspecto, dramática. Y con igual fuerza se pulsa en esta parte el fantasma del fracaso que más bien se escucha desde otras voces: «Aquí donde me ves, yo tenía la vida resuelta», en este caso, un hombre que pasa; pero también nos trae el recuerdo de otros escritos de Jordi Doce, que ubicaban esa voz del reproche en la imposibilidad de cumplir las ansias de la juventud. El tiempo se perpetúa, hace historia, almacena memoria y con ella, irremediablemente, atesora los reproches.
El último verso del presente poemario dice: «Así empiezan los cuentos: un viajero regresa a casa». Quizás podamos convenir que de todos los extravíos que se dan en el camino, atravesando los bosques, el verdadero viaje surge cuando nos toca volver. Ahí sentimos esa ausencia nuestra, sí, y todo lo demás.