Nada se pierde: poemas escogidos (1990-2015) |
Sospecho que la razón por la cual la poesía de Jordi Doce (Gijón, 1967) goza de menos presencial actual de la que posiblemente merece no es otra –permítanme que no tenga en consideración modas y capillas– que la tremenda calidad y cantidad de sus labores de traducción y edición de versos ajenos que, de una forma u otra, han acabado por opacar los propios. Hay que añadir que no se trata, además, de un poeta especialmente prolífico (seis libros de poesía de 1990 a 2015), lo cual, en un escenario público que suele castigar los ritmos propios y la desvinculación de las urgencias de la mesa de novedades, viene a significar poco menos que la ausencia total del panorama durante los periodos de silencio (si podemos llamarlos así). Es por ello que esta antología, publicada en una delicada edición por las prensas de la Universidad de Zaragoza en la colección que dirige Fernando Sanmartín, supone una ocasión feliz de volver a asomarse a la obra de uno de nuestros mejores poetas nacidos en la década de los sesenta y setenta.
La estructura del libro, según nos indica el propio autor en una nota final, consiste, además de en una selección, en una reordenación (“más puramente cronológica”, dirá) de los poemas, que se presentan al lector sin indicar a qué libro pertenecen y agrupados en cinco secciones que atienden a arcos temporales que no siempre coinciden con la publicación de uno u otro libro sino a “ciclos de escritura”. Son en total setenta y siete poemas, no elegidos por ser “mejores o más logrados”, según Doce, sino por ser textos “que dan variedad y rompen inercias; poemas que gustan a lectores cercanos o de confianza; poemas, en fin, por los que uno siente un afecto irracional”. No es labor pues de antólogo lo que da forma al libro, aunque tampoco el simple capricho subjetivo: “en última estancia, más importante que el gusto personal ha sido discernir si el poema seguía vivo, si era […] más que un vistoso mecanismo de relojería”.
La apuesta personal, sin embargo, es nítida: los que según el autor siguen vivos responden de alguna manera también a su propia percepción. Tal vez aquellos en los que más se reconoce (formal o biográficamente), aquellos cuyo tema aún sigue rondando su actualidad, o cuyo punto de vista le resulta todavía válido. Es por tanto una ocasión propicia para intentar rastrear generalidades, obsesiones constantes, puntos en común: hilos que en los veinticinco años de creación le hayan servido siempre para orientarse en el laberinto.
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La poesía de Jordi Doce es una poesía muy visual y meditativa, poco dada a la acción y mucho a la contemplación indagatoria, en donde existe una clara preponderancia de la descripción sobre la narración. Cuando esta última está presente en el poema es, casi siempre, para elaborar una breve anécdota de lo cotidiano que funciona como un chispazo desde donde se inicia la búsqueda de un sentido. La mirada de Doce se detiene siempre en detalles sencillos y diarios, cuyos elementos se afana en describir sobre la página, hasta el punto de que muchos poemas se construyen solamente a partir de un simple apunte descriptivo de un momento. La temporalidad –también la climática– es una constante: la conciencia de paso del tiempo, la delimitación de un instante –más o menos breve– y los detalles, llamémoslos así, de calendario, aparecen en casi todos los poemas. Llama la atención, por otra parte, la obsesión con los instantes entre dos luces, esa zona limítrofe entre la mañana y la noche desde la que el poeta, encaramado en soledad y silencio a una ventana, reducido a un cuerpo que busca un balcón o un otero, que abre una puerta o descorre una cortina, fija su atención en algún elemento exterior –el paisaje, los árboles, el viento, el tránsito de la calle o el vuelo de los pájaros– o se lanza, como en el mejor poema del libro (“El paseo”), directamente a la calle asombrada. Es en ese momento raro de suspensión de los horarios cuando la mirada tendida hacia lo distante se une a una experiencia de extrañamiento del mundo (“veía el mundo como si no estuviera en él”; “esa voz me conmina al desconcierto”), a una conciencia íntima de lo raro de la existencia que generan un impulso de descubrir lo esencial, de dar “con el hueso de las formas”, de lograr pequeñas epifanías de sentido (“como si algo cobrara sentido en ese instante”). Mirar, para Jordi Doce, es igual a pensar (“alguien […] que al mirarse me piensa”), y me atrevería a decir que casi a tocar y sentir: lo mirado o percibido siempre acaba por identificarse, de una u otra forma, con el yo lírico, incorporándose a la conciencia propia (puesto que “quien mira / sabe que algo le está mirando”); la mirada como interiorización y comprensión de la otredad, también como una forma de posesión, si bien nunca completa. Así, por ejemplo, en “Lectura de Marguerite Yourcenar”: “la tranquila insistencia del agua en mi ventana / es también, esta noche, la calma del lector”, o en el grajo de letras del poema “Visita del grajo” que “ignora que fabulo su reposo / a fin de que él encarne mis temores”. O más claramente en uno de los últimos poemas del libro: “Solo existes tú, / la mirada que imanta / el mundo / —lo hace suyo”. También sucede de manera similar con lo oído, sea música o los sonidos de la naturaleza: en “Mayo”, “oigo crujir las ramas vulnerables / y otro árbol se mece en mí”, o en “Nightclub”, donde la música exterior acaba siendo música interior: “la música […] suena porque la suenas, / porque es tuya”.
Pero no solo hay ventanas y paisajes que recorrer con la vista en estos poemas. En sus múltiples formas, que van desde el haiku hasta el poema en prosa (si algo no se le puede reprochar a Doce es su versatilidad formal), conviven, bajo el foco del asombro siempre despierto del poeta, también todo un bestiario, especialmente pájaros: gorriones, cuervos, águilas, urracas, grajos, palomas… pero también delfines, escorpiones y sapos (en tres de los poemas del libro donde el autor deja volar más su imaginación –y con acierto: uno se queda con ganas de más poemas así–); la experiencia de la paternidad (el poema “Sucesión”); personajes literarios o artísticos (Sylvia Plath, Yourcenar, Van Gogh); las ciudades visitadas o habitadas, reencontradas o de imposible recuperación (Sheffield, Brighton, Belfast…); la reflexión sobre la implicación vital del traductor en su labor (“bajo sus nombres daba a ocultas / la historia de mis días”) o sobre la creación y sus artificios (“tampoco si lo pintas / a escala o en relieve / […] tampoco entonces / saldrá volando, ni podrás / comerte al pajarillo”), la necesidad de la ficción y lo artificioso de la realidad (“Cada día que pasa / construyes la ficción que te guarece / en la ficción de la supervivencia. / Tu rostro en el espejo es un embuste”).
Es, en fin, y como apuntaba al principio, una buena oportunidad de acercarse a la obra de Jordi Doce, ya no solo porque algunos de sus libros sean inencontrables tras la triste desaparición de la editorial DVD, sino porque la selección de poemas supone una buena muestra de las virtudes del poeta: el ejercicio, en un tono contenido y un estilo diáfano, seco a ratos pero nunca desabrido, de la meditación honesta sobre la propia identidad inmersa en un mundo extraño y desconcertante, del intento siempre despierto de la mirada por encontrar un asidero de sentido a las cosas con las armas que el asombro, y el tesón en fatigar el laberinto, nos ofrecen. Lo que no es poco.
Reseña de Martín López Vega en su blog, Rima Interna (1-2-2016)
Reseña de Álvaro Valverde en El Cultural (18-12-2015)