Grinda y Mórdomo |
«Este libro de poemas en prosa propone una inmersión, al mismo tiempo intensa y sutil, en un paisaje acuático y submarino, rizomático, hecho de peces, caracolas, algas; hecho también de crustáceos y que, sinuoso y delicado, mece y se/nos mece, se tambalea, titubea, tropieza –con escollos y retos lingüísticos, con desechos y descartes: «el cementerio de algas», «conchas y sirenas embalsamadas», «la aniquilación»–, para danzar de nuevo, para volver sobre sí mismo, renovado y más libre, como forma de refugio frente a ese desorden natural –lenguaje y amor son bastiones de resistencia, sueño y regeneración: «Palabras que colectas del día. Voces fértiles, susurros […] La noche es la sombra del sol». Estamos ante lo que Deleuze y Guattari llamarían «región de intensidades que vibra sobre sí misma» casi en forma de una espiral infinita, pero, en este caso, de depuración paulatina. Otros animales pueblan los textos oníricos de la sección que abre el poemario, cuyo título es un topónimo que encauza y sugiere –«Mórdomo»–: jirafas, toros, becerros, cangrejos. Y moscas, moscas muertas («los círculos de moscas. La acumulación«, «huracanes de moscas») a modo de una poética del despojo o el residuo, del deterioro y un abandono que se quiere revertir a través de otro vector antitético que constituye una suerte de poética ecologista que atraviesa o cruza el poemario: la poética de lo vivo y el equilibrio recobrado: «Hablan de recolectar la sal del océano para plantar las algas mañana. Que floten, de nuevo, al agua». El sujeto busca «el rastro de la razón», pero es en lo indescifrable en lo que se queda el yo; es en el mar, en las rocas que lo imantan, en los pies de su amor («Escalas los jeroglíficos y me enseñas tus pies transparentes donde nadan, minúsculos, todos los peces de colores») y también en una escritura surreal, deliciosamente absurda, casi automática de estos escenarios alucinados por su desprotección, su vulnerabilidad dolorosa. Ahí está el verdadero jeroglífico, el misterio y la belleza. La inmundicia invasiva y el lenguaje «Llamas extensas como océanos» 198 hermético, eufónico, impregnado de zeugmas («todo es igual, marrón y ocre y superficie») me trae imágenes de las pinturas de la escuela de Vallecas, especialmente de la serie «Cloacas y campanarios» de Maruja Mallo, que se contraponen a sus vibrantes, y también latentes aquí, «Naturalezas vivas». Es la lógica extrañada de la descomposición y lo escatológico, esas «geometrías de sombra» que impregnan Grinda y Mórdomo las que también aparecían en, por ejemplo, «El espantapeces». En la sección del poemario titulada «Grinda» aparecen nuevamente los «desechos», «cielos de alquitrán» y «olor a moluscos cadáver» pero también la redención por el lenguaje y la vida, leitmotiv, a mi entender, en el libro: «Mas dame un alma, / caída de imperfección suficiente, / rotación de luces, / un alma no animal, / azalea, corona, almendra, maíz».
En «Los posos del té verde» asistimos a los pronósticos, las señales, los avisos y en la «Laguna perdida» se ironiza veladamente sobre los excesos de la antropología cultural y la etnografía, sobre la obsesión por documentar en un archivo imágenes de lo vivo, de lo natural que, paradójicamente, destruimos sin cesar en lo que constituye una defensa verdadera del medio ambiente en libertad: «Escenarios vegetales: El espacio es un teatro entre dos juncos donde actúan las especies botánicas. Ilumina en verde el rocío mientras aire y tierra huelen a agua y aguante fresco el silencio». «La mosca» muestra también la convivencia oximorónica de lo putrefacto y la belleza. Pese al desastre, la existencia es valiosa, la vida, aunque frágil y precaria, sirve; sirve el sueño: «La muerte se extingue si juntamos nuestros párpados, si congelamos suspiros. Pues no debemos construir torres sin cimientos de cristal». La naturaleza está, además, impregnada de deseo y de labios a la espera, que se abren y se cierran en gesto lento y sensual, para decir y también para amar («He cerrado mis labios. Ven hasta aquí, y ábrelos»). Ese deseo de la presencia y el cuerpo del otro, de entendimiento y comunicación es lo que puede rescatar de la erosión, del desgaste y de lo abyecto: «Sin dolor, se transformó en un resto de sí misma. Un residuo. Es una mosca muerta a la deriva. Cuesta distinguirla de los otros desechos». La fragilidad, lo fragmentario y a veces pequeño de las imágenes y los gestos puede apuntar a otra lógica de existencia que pase por lo íntimo y cotidiano, por el tacto más allá de la razón, la lógica y lo establecido, por la ternura: «No temen tus manos, huecas de cazar saltamontes, la huida de la razón». Aprender a mirar y a cuidar a los otros seres vivos hasta identificarse y fusionarse en una ética de los afectos (Berardi, Emmelhainz): «Separada de ti no hay contenido» o «Ya no puedo existir sin tu corazón. Tu aliento es mi voz. Mi forma no es tu forma ni tu cuerpo es mi cuerpo. Tu cuerpo soy yo». 199 La capacidad de escucha, a la que alude Rosa Benéitez en el elocuente y bello prólogo, es precisamente otro de los temas que parece evocarse en «La roca», segundo y borgiano apartado del viaje en que un hermético escultor persigue su imagen y no la encuentra pese a estar «forrado de espejos». Sin embargo, sabe escuchar y pone su oreja –«su oído en la piedra»– para contar fábulas míticas. Solo la empatía activa a través de otro cuerpo con el que se busca comunicación («fuegos para sujetar la oscuridad»), la capacidad de escucha, la comunidad, la alteridad (Lévinas), un sistema o red de afectos (Berardi), una sensibilidad hacia el otro podría restaurar el equilibrio perdido y ordenar el régimen de lo sensible, el caos planetario.
La sección «Rompiente» vuelve, en esa espiral rizomática, al leitmotiv del deseo salvífico en un mundo surreal e intuitivo, hipersensorial –sinestesias, paronomasias, aliteraciones– en su extrañeza construida con hipálages y constantes desplazamientos semánticos («tus manes saben, silban»). Es un cosmos íntimo, sensual («Subes, me alcanzas, me envuelves de mirra y bruma y lentamente recreas mis piernas») y cromático («Las serpientes rojas, los caracoles verdes que mueven tu pelo, los lagartos amarillos y ágiles»). «La henna» vuelve a la idea de degeneración, de resto y ruina, de erosión y oxidación: el desgaste de la vida y «el proceso de putrefacción a su alrededor» («Se olvida la materia que degenera, los sacos atiborrados de mantos pellejos. Los besos rotos, decapitados por vagos. Las formas que el odio encarna de la corrosión»). Se ve en la henna un símbolo de continuidad: «pero por dónde empezar, qué mar quemar», en un calambur que acompaña a metonimias como «mano» y «boca», lugares de resistencia, focos del deseo. Varias líneas de fuga, sin embargo, atraviesan esta parte, como pasa en las anteriores y se marca gráficamente con tipos distintos. El búfalo campa a sus anchas en la naturaleza salvaje que también habita aquí. No es este viaje de Julia Piera de signo apocalíptico, aunque constate la falta de equilibrio natural, el in crescendo hacia la putrefacción, la desintegración («tu ojo clavado allí, intoxicado, entre la red de atrapar mareas y el anzuelo azul»), la interrupción de la cadena emocional («Todas esas noches de venas dilatadas, cuando el corazón adoptó cincuenta formas y fue pasto de las orugas y convento de pías»), sino un dibujo perceptivo trazado con imaginación y deseo –reminiscencias discursivas bíblicas, mágicas– «becerro plateado», «El agua se corta y se aleja. Haz que empiece una vez más, y levantas el sortilegio», que invita a reactivar nuestra capacidad de mirar, de tocar, de sentir, de cuidar, de amar («si te toco / te asumo asombro en dos manos»). Piel, sexo, comunicación, visión («Tu molde es la región entre mi vientre y tus huesos»). Solo así volverá el asombro («Las algas regresan al fondo del mar, desaparecen las rocas al vuelo y se inaugura el baile, silencioso, de los cactus»). Y la belleza».