Exilium |
por María Ángeles Pérez López (Nayagua nº 25)
En una de sus “Notas al pie” publicadas en 2005, escribía Juan Gelman:
"La experiencia del exilio en el aquello de San Juan de la Cruz, que da cuenta de lo que no tiene forma y deja traza. ¿Esa traza es la marca de una ausencia que no cesa de no escribirse? ¿Es un vacío-pasión que arde en el deseo del expulsado? El expulsado solo puede dar lo que no tiene y habla desde la utopía, su ningún lugar. Como el amor, como la poesía."
Dar lo que no se tiene (el resto o huella de lo que se halla en el antes, en el otro, y es ausencia que destila un reguero de líneas sobre el papel) ha articulado el término exilio, fuertemente presente en el gran poeta argentino. El propio Gelman, exiliado de su país por razones políticas, había publicado Bajo la lluvia ajena (notas al pie de una derrota) en un libro titulado Exilio (1983) que editó con Osvaldo Bayer. Diez años más tarde, su poemario Salarios del impío (1993) se abría con la traducción de varios versos de la tragedia Hipólito de Eurípides: “La muerte rápida es castigo muy leve para los impíos. Morirás exilado, errante, lejos del suelo natal. Tal es el salario que un impío merece”.
Si hay una palabra con un lastre severísimo a sus espaldas, tanto en el imaginario de la Antigüedad grecorromana como en el latinoamericano de la larga “noche militar” de los setenta –a la que se refirió Jorge Boccanera–, o el brutalmente contemporáneo, con sus millones de refugiados o desplazados en todo el mundo, es la palabra exilio. Remontarse a su forma en latín y devolverla a su primer fulgor, más allá o más acá de esos itinerarios altamente connotados y dolorosos, es la propuesta del libro recientemente publicado por María Negroni (Rosario, 1951). Para la escritora argentina –poeta, narradora, traductora, y muy notable conocedora de la obra de Alejandra Pizarnik y la literatura gótica–, en sus propias palabras:
"Podría decirse, también, que a cada libro (cada obsesión) le corresponde su forma y que uno escribe, en parte, para dar con esa forma y así calmar lo que no atina a entender (Pavese decía que, una vez que se encuentra esa forma, la obsesión empieza a morir). No se precisa mucho más (pero esto es ya muchísimo): la escritura va más rápido que nosotros, sabe cosas que nosotros ignoramos."
Escuchar lo que vive en “las palabras no escritas” articula la poética de la autora, como puede leerse en la dedicatoria de su novela La Anunciación (2007). Un epígrafe inicial del cineasta Jean-Luc Godard (“Je cherche la pauvreté dans le langage”) señala precisamente la tarea de Negroni en Exilium: abrir un espacio primero, un vacío que está colmado de pulsaciones sonoras aún no convertidas en palabra, de longitudes de onda que todavía no alcanzan ni el oído medio ni el yunque, el martillo o el estribo, pero que aspiran a decirse y hacer audible esa primera imantación, lo que la escritura sabe y nosotros ignoramos. Frente a las capas inagotables de sentido que han ido depositándose sobre la palabra exilio con su riquísima carga mineral, introducir la pobreza (es decir, la infancia). Y acercarse, así, a una “epistemología/ del no saber”.
En el prólogo a su libro de ensayos Pequeño mundo ilustrado (2011), se preguntaba Negroni: “¿No era la infancia, acaso, la habitación favorita del poema?”.
Varias veces Exilium se refiere a la infancia, territorio de la “sapiencia pura”, espacio donde prenden “fuegos analfabetos” los “niños/ de oraciones/ blancas”, porque hablar de infancia es situarse en el momento de adquisición del lenguaje, del paso (ya sin retorno) a lo simbólico. Por ello la naturaleza de Exilium es esencialmente metapoética. De la unión de agua y sombra nace el libro, escribe Negroni, quien logra desprenderse del lastre de cualquier discurso normativizado, e incluso de las valiosas provisiones de sentido que el lenguaje ha ido aportando para cada término, en cualquier tiempo y cualquier lugar, y tiende a la borradura: “A este desapego/ lo llamamos infancia”, se lee en un poema. Como ha visto Jorge Monteleone, “el infante es el que todavía no ha hablado y en consecuencia vive en su paraíso mudo y sin tiempo. Pero basta que la palabra sea aprendida para que el exilio comience su derrotero”.
Así, Exilium aspira a la liviandad, la ingravidez iniciales: “ESTE DISCURSO / colmado de nada/ no sabe a qué/ atenerse”. En su casi inmaterialidad comienza como “UN MANTRA/ para escribir/ un libro pequeño”.
¿Es posible borrar el yo o el libro que de él se desprende? Exilium aspira a llegar a ese lugar (¿ese tiempo?) que es consciente de nuestra “exigua/ contundencia”. El mantra se repite “para que nada subsista/ en su propio mundo,// ninguna orfandad,/ ninguna apetencia indebida,// mucho menos/ la idea/ de un/ yo”. Se prescinde del yo o el tú (a menudo, espejo del yo) desde el que se hace asertivo e imperioso el mundo, porque en Exilium, el poema “canta con muchas bocas”. “En su gama infinita/ una música blanca/ que se cuida/ sola”.
El cromatismo que va desarrollando Exilium pasa una y otra vez por el blanco, de modo que en ocasiones los signos de signos de puntuación (coma, punto y seguido, y especialmente dos puntos) aparecen separados de la palabra inmediata y dispuestos de manera autónoma, con lo que el blanco de la página se abre hacia más blanco y pide silencio, la pausa pautada en que el lenguaje poético se augura como “luz pensante”:
Algo así,
muy preciso
:
silencio
de animales
blancos
tras una luz
pensante.
En varias ocasiones, además, los poemas resaltan tipográficamente algunas palabras o sintagmas, pues al modo de los concretistas, los vocablos insisten en su materialidad, su concreción física. Avanzan hacia lo visual y en su disposición como imágenes, tienen gran belleza pictórica que se suma a la que generan las palabras en tanto entes abstractos:
Una forma
) (
cordial
) (
de incitar al estudio
de los jardines.
¡Hágase la vida!
–dijo–
¡Boca a su beso!
Los versos tienden a ser breves y los poemas ocupan exactamente una página. Dispuestos en forma centrada en lugar de alineada, van conformando un espacio unitario: 52 poemas de respiración acompasada, en los que el signo no se repite mecánicamente, sino que se armoniza como lo hacen los organismos que son conscientes de la presencia de otros individuos de su misma especie.
Exilium convida entonces desde la sutileza, la sagaz disposición de tinta mínima sobre el cuerpo blanco del silencio, como una pincelada precisa que sabe de su parvedad al disponerse en el límite de lo audible, en esa zona (bisagra y a la vez puerta) que es “la casi aparición/ de lo no dicho”. Un poema que incide magníficamente en ese sentido es el siguiente:
EN ESTA NOCHE
de mangas cortas
el horizonte del estilo
es lo de menos.
Se sientan a la mesa
las formas rotas
del mundo,
dicen
cosas vivientes,
en su mayoría tristes.
Y luego,
si luego fuera
un término aceptable,
dan de comer miguitas
a la intemperie.
Lo imposible emerge
–a veces–
bajo esas ruinas.
Toda la obra gira sobre ese imposible que solo se resuelve en el exilio. Como vio Julia Kristeva, la poesía es transformadora –si es, como aquí– porque transgrede los límites conferidos por el orden simbólico. Podría ahondarse en relación con el concepto de chora kristeviano, aquello que es imperceptible en términos del lenguaje, que no reside en la sintaxis sino en el lugar donde se generan los significados, en ese receptáculo nutriente y maternal del que habló Platón en el Timeo y que la filósofa búlgara resemantizó profundamente. En un momento dado, leemos en Exilium: “Queda/ casi siempre,/ de semejante aventura,/ un signo”. Es el poema. La ceniza del pucho, que diría Juan Gelman –como recuerda la autora que le anotó una vez el poeta porteño–.
Exilium es el signo y también la aventura (del latín lo que va a venir, lo que los niños convierten en su presente): dragones benévolos, banderas, “lobos/ en la declinación de un bosque/ alto y de ojos díscolos”, tesoros que la poeta no desentierra sino que entierra: deshace lo visible para que lo invisible gane terreno, despierte la coyuntura en que abrirse hacia su primera edad.
Frente al mundo adulto, el de “los parlamentos del coro”, donde se dicen “cosas letradas/ que no persuaden”, el habla infantil es la sinécdoque del imposible posible en su plena paradoja. A menudo el libro insiste, precisamente, en la construcción de un decir que se borra o niega a sí mismo: un oxímoron asombroso como “ira/ clementísima” ejemplifica los numerosos modos en que la paradoja permite que Exilium a la vez dé y hurte, retire y entregue: antítesis, otros oxímoron, figuras de pensamiento que propician, desde la contradicción de sus términos, la posibilidad en la que se hacen palpables nuevos sentidos. De ese modo, Exilium ilumina la coexistencia (im)posible de lo dual: “Noche fundamental/ que se escribe sola/ en la doble/ moneda de la vida”, después de haberse internado “en la fronda/ de ser y no ser/ que pertenece a nadie/ y a todos”.
Sobre esa irresoluble encrucijada vuelve el libro una y otra vez (“Todo puede ocurrir/ y nada puede ocurrir,/ dicen los magos”) cortejándola por si se deja decir, y para ello ofrece una estética del fragmento que se articula a partir de la ausencia de trama, de la plena disolución del yo y de un pensamiento de naturaleza paradójica. En una nota del año 2007, reflexionaba Negroni en los siguientes términos:
"Hay que vivir, supongo. Prestar mucha atención (la vida es una tarea ardua y maravillosa). Y no olvidar que el lenguaje es uno de nuestros dones más paradójicos, porque eso mismo que nos limita a veces como una jaula puede, a condición de que se lo haga bailar y sufrir y emocionarse, revelar por un instante, efímero y eterno, lo que no puede decirse. Nada más importa. La poesía es una lucha contra las palabras y su fracaso es espléndido."
Numerosos libros luchan con las palabras. Exilium lucha contra ellas y de esa pelea surgen vocablos palpitantes, lo que aún gotea su placenta nutricia, lo que no ha terminado de codificarse ni de cosificarse. Lo que deja al descubierto la carencia de vida en muchas de las formas que adoptan los lenguajes normativizados (“tan poca/ emoción desabrigada”; “tanto renglón ingenioso/ y ninguna caricia”; “Sílabas./ Actos transitorios./ Intimidad sin roce”).
Walter Benjamin escribió, en Infancia en Berlín hacia 1900, una cita memorable: “Así, más de uno soñará en cómo aprendió a andar. Pero no le sirve de nada. Ahora sabe andar, pero nunca jamás volverá a aprenderlo”. Tal vez solo el poeta puede acercarse, a tientas y desposeído, al momento en que las palabras suben por primera vez, tambaleantemente, hasta la boca. Tal vez solo el poeta puede aprender “a estar/ siendo”. Y entregarlo.
Negroni advierte que “Un osario de prendas/ aprieta el cuerpo/ de la escritura” y desviste ese cuerpo, baila con él y juega juegos de infancia para que recupere su expresividad, su verdad. En la “selva amniótica” del lenguaje, por la falla o quiebra que hay, para la autora, entre lenguaje y mundo, se hace presente esa masa borboteante y esquiva, a la vez lugar y ningún lugar –aquel al que se refería Juan Gelman, con quien tantos vínculos presenta la obra de la escritora rosarina (desde el empleo de diminutivos a la concatenación de exclamaciones, la reflexión exiliar o la indagación sobre los territorios de eso que solo en la poesía puede ser atisbado)–.
Su obra anterior ha ido abordando el deseo, la creación y la introspección en los espacios nocturnos del ser en torno a la distancia y la extrañeza. En este libro magnífico, frente a los ilimitados territorios del término exilio y en la asunción gozosa de la relación con otros autores –de la poesía argentina anterior a la caverna platónica o a Safo, que se hace presente al ser nombrado Eros “irresistible bicho”–, María Negroni desanda caminos, desarma mecanos y restituye la algarabía, el “buen barullo” (en su prodigiosa aliteración) para ofrecer un lugar palpitante y precario, preciosísimo: el de las páginas de un poemario que pide “¡Larga boca/ a aquello que no cesa/ de dormirse como un niño!”. Su aquello irrenunciable.