Cuaderno de Yorkshire |
por Vicente Luis Mora para Nayagua
Gracias a Cuaderno de Yorkshire se alzó el ecuatoriano Juan José Rodinás (Ambato, 1979) con el I Premio Internacional de Poesía Margarita Hierro, organizado por la Fundación Centro de Poesía José Hierro. La solidez del jurado hacía presagiar lo mejor y, en efecto, estamos ante un libro que mezcla con sabiduría la tradición poética (Wallace Stevens, César Vallejo) con un sano experimentalismo que nada tiene que ver con innovaciones sorprendentes o riesgosas, sino con poner a prueba –con poner en crisis– el lenguaje poético y las formas versales y estróficas para reverdecerlas y sacarles un nuevo partido, sin abandonar una voz personal, próxima y confidente.
Cuando en una colaboración para Transtierros comenta Rodinás libros recientes que a su juicio emplean un «lenguaje contemporáneo», explica esa afirmación: «digo contemporáneo porque al lenguaje tradicionalmente poético incorporan motivos, ritmos, gestos de esta época: palabras, ritmos o temas que se resisten a ser considerados poéticos. Reto difícil, pero única vía para seguir creyendo en la poesía». Aunque el poemario no responde por completo a esa idea, encontramos en Cuaderno de Yorkshire algunas menciones a la publicidad o intertextos de letras de Amy Whinehouse, materiales que el poeta incluye en su cadencia como tierras de arrastre, destinadas a fertilizar el lenguaje poético. A esa misma finalidad responde el interés del poeta por la ciencia, en especial por las ciencias neuronales, a las que saca partido sin que su jerga invalide o limite los textos: simplemente, y con inteligencia, los deja permearse de extrañeza científica, de una mirada que muestra las cosas desde una luz distinta. Aunque en algún lugar se menciona un «lenguaje roto» (p. 64), lo cierto es que a muchos poetas actuales no les importaría contar con un lenguaje tan brillantemente recompuesto como el del autor de este libro.
Una de las características de la poesía de Rodinás, señalada tanto por él mismo como por sus lectores atentos, es la vocación de crear una expresividad versal que otorgue espacio al pensamiento, que encarne el hecho de pensar. Eso se nota en varias piezas de Cuaderno de Yorkshire, especialmente en las que tienen en común la imagen de objetos o figuras transparentes, ya estén hechos de cristal o de agua (imagen que podría ser, en sí misma, una metáfora del pensamiento). Me refiero a «Teorema de la bolsa de compras», «El cielo de York (mi historia personal es una rosa de agua)», «Lo que el hombre gris entiende por humano» –que comienza con dos versos memorables: «Me gustan las historias que se inician con un hombre / tratando de salir de un frasco», (p. 58)–, y «¿Cómo funciona una muñeca de cristal?», un poema, este último, de enorme complejidad y notable ambición constructiva. A veces las imágenes del cristal y el agua se alían en pocos versos, como en una de las estrofas finales de «Un fin de año en Edimburgo». El antiguo símbolo cristalino, que procede originalmente de la imaginería petrarquista, cobra en la escritura de Rodinás resonancias muy diferentes, más próximas a las «formas que buscan el cristal» de Lorca, a La orquesta de cristal (1976) de Enrique Lihn y a las dudas identitarias («un rostro de agua», p. 68), que a las antiguas feminidades renacentistas o a las fuentes machadianas.
En su ensayo Paisajes en movimiento. Literatura y cambio cultural entre dos siglos (Eterna Cadencia, 2018), el poeta y profesor Gustavo Guerrero explora la evolución de las poéticas hispanoamericanas y retrata su lucha contra el presentismo y la aceleración globalizatoria en los años noventa, para luego explicitar el hiato o campo de batalla en que se encuentran ahora mismo instaladas esas líricas. Guerrero apunta como una de las salidas actuales «intensamente alimentada por las tensiones entre memoria y olvido (y entre novedad y obsolescencia, y entre aceleración y fijeza), la poesía de la cita y la traducción, la reescritura y la reapropiación, esa con que se abre el milenio, se deja leer como una práctica inédita de interacción temporal que quiere redefinir las relaciones entre creación e historia, entre originalidad y repetición, entre presente y pasado» (Paisajes en movimiento, p. 70). Quizá por ese motivo Rodinás lleva a cabo su propia deconstrucción de ese régimen de velocidad y obsolescencia, en un alegato lírico contra la aceleración del presente y a favor de la detención, en una decisión estética que también parece una toma de postura: «Y este mundo tiene que ver con caminar rápido. / Acelerar. Acelerarse. Acelerar la mente, el cuerpo, la lengua, el dinero. / En un mundo donde lo lento muere rápido. / […] Cierras los ojos entre dos almohadas y repites: / hay que hacer tiempo, hay que tomarse el tiempo. / Hay que perder el tiempo y perderse allí» (p. 52). Es decir, una poética que se planta, de frente, frente al accelerationism (Steven Shaviro) que nos domina.
La querencia de Rodinás por la lentitud y el detenimiento es apreciable en muchos de estos poemas, aglutinados en estrofas que tienen como centro una imagen-aleph de estancamiento temporal, con el propósito de generar a su alrededor una sensación onírica de estancamiento total en la contemplación: «En la cámara oscura de un fotógrafo ciego», escribe el poeta, pensando quizá en el personaje homónimo de Gesualdo Bufalino, «mi casa es un cuento donde las muchachas se sientan a mirar / el movimiento de las polillas en una película sin árboles» (p. 14). El resultado es un lectoespectador (nosotros) que gracias a la lectura contempla la película mental (pp. 16, 21, 45, 63 y 65) que el yo lírico utilizado por Rodinás contempla, a su vez, en el interior de su cerebro figurado. De esta forma, nos encontramos ante una serie superpuesta de pantallas en mise en abyme donde lo importante no es solo la imagen mostrada, sino también el mismo hecho de mirar, de mirar sin tiempo, de mirar todo el tiempo o con el tiempo detenido. La primera estrofa del poema «Paisaje donde vuelven las cosas derrotadas» me parece especialmente representativa de esta estructura, que Lucien Dällenbach denominaba El relato especular en su libro homónimo: «Alguien dibuja sobre su ojo derecho / para mostrarle su paisaje a su mente: / el dibujo es un niño mudo / que mira un tobogán a la distancia» (p. 28), versos que encuentran su espejo en las siete líneas que cierran la página 63. Escribir poesía, para Rodinás, es dibujar(se, nos) imágenes en la retina.
Otros procedimientos mediante los que Cuaderno de Yorkshire lucha contra la tentación acelerada del presente son la teodicea (la exposición de otros posibles presentes o futuros imaginando un cambio en el pasado) y la cronología fantástica, borgiana a veces, de pensarse otros, o uno mismo en el futuro, metodologías que en otras manos podrían dar frutos trillados, pero a las que Rodinás sabe sacarle el debido provecho en poemas como «Vieja estrella de las antigüedades» o el citado «El cielo de York (mi historia personal es una rosa de agua)». En resumen, Cuaderno de Yorkshire es un excelente libro de poesía, cuajado de imágenes brillantes y de ejercicios de decantación expresiva, que combina con talento imaginación y experiencia, experimento y tradición, en aras de una poesía tanto o más atemporal que contemporánea.