Cielo nocturno con heridas de fuego |
Reseña de Miguel Rodríguez Minguito para Nayagua 29
Decimos que la rumia consiste en la regurgitación de material semidigerido, masticándolo de nuevo y agregando saliva. Decimos que rumiantes son los bisontes, las jirafas, las cabras, los ciervos. Decimos también que rumiantes son los seres humanos.
Escribimos después de los otros, a pesar de ellos. Probablemente el siglo XXI sea, estéticamente, el siglo más consciente de esto. Asumidos ya el apropiacionismo y el pop, las artes se convierten en gran medida en un proceso de reciclaje en el cual no podemos ver a Ulises ni a Telémaco sin filtrarlos por dos vidrios, el de oro de Homero y el del ácido de Joyce.
Cielo nocturno con heridas de fuego, editado por Vaso Roto en edición bilingüe a cargo de Elisa Díaz Castelo, se abre con una escueta nota biográfica que compite en pureza con el «Nació en Canadá y se gana la vida enseñando griego antiguo», de Anne Carson. Al «Nacido en Saigón, Vietnam, vive en Nueva York», de Ocean Vuong, se podría añadir que tiene treinta años, que llegó con dos al único país cómico del que se tiene noticia y que ha escrito otros dos poemarios: Burnings (2010) y No (2013).
«Porque mis manos fueron siempre breves y tenues como las de mi padre.» El holograma Vuong, el fantasma Vuong, sobrevuela rapidísimo las ciudades y su propia vida. Acude a su infancia y allí asesina a su padre, le da las gracias, le estrangula, desaparece. Miramos por el ojo de la cerradura en el principio de este libro, un lugar donde la lluvia parece una cortina que separase dos mundos, el de las canciones y este: «No sabía que el precio / de entrar en una canción era perder / el camino de regreso. / Así que entré. Así que perdí. / Lo perdí todo con los ojos / bien abiertos». Estamos dentro. Con la sensación de que todo esto hubiera comenzado antes, fuera de las páginas, en un espacio prelingüístico, balbuciente, abstracto. Un espacio antiguo, absolutamente contemporáneo, en el que de forma simultánea suceden la Grecia clásica y el Brooklyn global. Porque sucede este poemario en varios planos de realidad, en una luminosa contradicción donde las bombas de John Wayne asesinan vietnamitas y un chico cuelga en su habitación la fotografía de Michael Jackson: «[…] cerdos cuyas cabezas sostuvimos, / pensando que eran hermanos nuestros, deja que entre a un cuarto iluminado / por la nieve, amueblado solo por la risa, Wonder Bread / y mayonesa rozando los labios partidos como el testamento / de un triunfo que nadie recuerda, deja que acaricie la mejilla / del recién nacido mientras su padre lo levanta con manos ungidas / en tripas de peces y Marlboros, todos vitoreando mientras otro / amarillo se desploma por la M16 de John Wayne, Vietnam / ardiendo en la pantalla […]».
En la esquizofrenia de vivir un mundo que es al mismo tiempo digital y analógico, un hombre amasando pan es un hombre procesando textos en su ordenador portátil. Y lo que había empezado siendo un niño atravesando el espejo, introduciéndose en la madriguera del conejo y aguantando la respiración, cambia al escenario de guerra de Saigón. El vestido en llamas y una radio de fondo emitiendo Blanca Navidad. La evacuación, los refugiados de guerra. «Si llegamos a puerto, dice, nombraré a mi hijo como esta agua.»
«¡Oye! No tenías que haber venido tan lejos. ¿Por qué viniste tan lejos? Justo donde un bate de béisbol destroza el mundo.» Es el bate de Marianne Moore en un partido de los Yankees que impacta en la cabeza de Vuong, llamado Océano porque sus padres consiguieron llegar a la orilla. Es el bate de Frank O’Hara y la Escuela de Nueva York, el mismo Nueva York que vieron Lorca, Mos Def y Nas, que filtraron el horror y practicaron el gran steelo. La violencia es aquí como de otro mundo, «una escopeta sobre la chimenea», conviviendo en armonía con una belleza del exceso. Así, encontramos un haiku incrustado como una joya dentro de un poema de dos páginas, o el collage «Cuaderno de notas», una construcción aparentemente inconexa hecha de frases pero que, como en un cuadro expresionista, a la distancia adecuada permite ver figuras moviéndose: «Dios debe ser una estación, dijo la abuela, mirando la tormenta que ahogaba su jardín». Es en esta violencia del mundo occidental donde aparecen con crudeza la homofobia salvaje y el rechazo. En «El séptimo círculo de la tierra» una pareja muere en el centro de la página, a cámara lenta, en una constelación que resulta de unir cifras dispersas y flotantes y que en la imaginación toman la forma de un incendio. La cuarta o quinta dimensión que el poema despliega en la página por ejercicio de la imaginación adquiere aquí un sentido puramente gráfico. Y, como en los grotescos «Not to dot» de los hermanos Chapman, emulando esas láminas para niños en las que uniendo los puntos aparece el dibujo de una casa o una estrella, el resultado es justo el contrario.
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Reseña completa en Nayagua 29